LetrasDeMarea

I. Notas sobre Circe

Camino por las calles de adoquín en busca de un libro de crucigramas para acompañar mi café del domingo. Entro a la librería del pueblo, pregunto y recibo un no. “Otro más”, pienso. Y es que cuando estás lejos, cualquier no parece el final de la historia. El no es lo crónico, es la continuidad de pequeñas decepciones que se apilan una sobre otra. Pero también un no, es una cachetada bien puesta en la mejilla que recoloca y orienta hacia otra posibilidad.

Así que decido pasar del mostrador. Resignada y colérica, miro los libros mientras el olor del café recién hecho impregna todo el lugar.

Recorro casi todos los estantes y, entre las muchas opciones que alcanzan a ver mis ojos, se asoma, como por destino, el rostro naranja, metálico y tornasolado de Circe. Camino apresuradamente y lo tomo en mis manos como si fuera un tesoro, y leo: Circe, una novela de Madeline Miller. Sin pensarlo, camino nuevamente al mostrador y, de pronto, lo tengo dentro de mi bolsa morada. No pasaron veinte minutos cuando ya estaba sentada en el sillón de la sala leyendo el capítulo 1.

En primera persona, así inicia Circe el tejido narrativo de su historia. No habla mucho al principio de ella misma; se dedica a crear la imagen del palacio de su padre y los rostros de sus parientes. Es notable el tono de admiración al describirles y, sobre todo, es evidente la fascinación que tiene por el sol, su Helios, su padre. En sus palabras se lee la herencia de los dioses, pero no como una verdad inamovible; desde el inicio, Circe les interroga y, al hacerlo, interroga también su propio destino.

Aunque no sabe bien cuál es su papel, y es un dolor que carga en su cuerpo desde su nacimiento, no deja de cuestionarse. Y en medio de su cuestionamiento, se enamora. Porque eso es lo que pasa: nunca estamos verdaderamente listas para cuando llega. Y Circe, empapada por toda la negligencia de su familia para con ella, presa de su inseguridad y cautiva de la invalidación hacia sí misma, encuentra en Glauco una salida posible, un amor justo, un para siempre. Así que se entrega al amor: como un ratoncito que sabe que no puede escapar de la serpiente.

Ella da absolutamente todo; está dispuesta a todo. Me detengo y pienso en las veces que yo he amado más el destino de otro que el mío, y me veo con claridad reflejada en su acto de querer salvar solo por los atisbos de potencial que observa en Glauco. Miller no la salva de ese deseo tan humano de querer transformar al otro para que calce a medida. No la salva ni nos salva. Nos pone de frente con la sombra, con lo que puede pasar cuando renunciamos a todo por una idea de lo que podría ser. Así que respiro profundo, tomo un sorbo de café y continúo.

La posibilidad de lo que pudo ser y el miedo a no ser nunca escogida desborda a Circe y le cuesta el exilio. Cuando confiesa, nadie le cree, ni siquiera su padre; sobre todo su padre. No importó cuánto tiempo pasó a los pies de su Sol, ni el maravilloso brillo dorado que veía en sus ojos. Al final, su primer indicio de poder es censurado y percibido como una amenaza. No sé cuándo nos perdemos así, -pensé mientras miraba moverse las hojas del árbol de níspero- pero la tragedia de Circe podría, de alguna manera, servir de pista para poder mirar y no perderse.

Son las 3:20 de la tarde. La luz del sol choca brillante en las escaleras de caracol y, sin darme cuenta, Circe me absorbe. Me encuentro sola, como ella en Eea. En su isla, su alimento es la soledad que la nutre y le permite mirarse de una forma que hasta ahora no había conseguido. Puede ver su sombra y el diálogo con ella misma incrementa.

Atravesar la sombra es un trabajo solitario. Estar sola, ser una mujer sola en una isla desconocida transforma a Circe en más que una ninfa: la transforma en lo que verdaderamente es. Miller la describe casi salvaje, descalza, caminando por los bosques que rodean su casa. Podríamos pensar que la tragedia es eterna y que la soledad mata, pero quizás es lo que necesitamos de cuando en cuando para dejar de ser las ninfas de alguien más. Las hierbas, los jabalíes, su cabello suelto, el fuego siempre encendido, el humo negro saliendo de su chimenea, las horas de estudio, el silencio, escuchar su voz en los pasillos, cantar para ella misma. Todas son acciones que la construyen y le permiten mirar por primera vez hacia su destino.

Ella, que cambia y transforma a otros, es ahora la que cambia y se transforma. No necesita hierbas para eso; lo logra porque se permite ser atravesada por su realidad. Acepta su exilio, aprende a crear en su vacío. No esconde su ira, ni su rencor, ni el miedo que aún siente, ni las preguntas que dan vueltas en su cabeza. Circe nos espeja en humanidad.

Ella recibe un no y, según la imagen de Miller, lo toma en sus manos y convierte en hechizo metamórfico, aquello que parecía ser su perdición. Hasta el capítulo 11 podemos verla jugar con su herida y el goce que, de muchas formas, encuentra allí. Pero de pronto es, una vez más, puesta a prueba al recibir un mensaje de su hermana, y la curiosidad iracunda la mueve hacia ese encuentro. Cuando lo leo, al día siguiente, tumbada nuevamente en el sillón, me espanto. Porque salir de su lecho solitario implica encontrarse nuevamente con el monstruo que ha dejado atrás, pero que ha continuado deambulando en su pensamiento como un espíritu que se alimenta de la culpa. Su soledad no la protege del pasado, y huir de eso le genera más conflicto que resolución.

Y ahí está ella, de regreso. Aún dudando, aún temiendo, pero de regreso. Yo lo leo como un presagio y me encuentro completamente hechizada, casi transformada por su historia. En las noches, a la luz de la lamparita, sus palabras quedan tatuadas con tinta de tierra que huele a bosque. Miro el reloj: es hora de dormir. Quizás yo también, en mis sueños, pueda transformar el no en un hechizo poderoso que me conduzca a otros sí, que me hagan seguir caminando por los adoquines, a pesar de la ira por no encontrar mis crucigramas.