Ella nació una noche lluviosa y bochornosa, por gracia de la sal y el abono de las versiones de sí que yacen en la tierra.
Sus piernas son fuertes, sus manos inquietas, tiene una mirada curiosa y, como si fuera poco, está aprendiendo a caminar de nuevo, porque antes solo corría.
Su abuela, su madre y sus hermanas la miran de lejos. Se preguntan si alguna vez esos ojos podrán ser capaces de mirar su belleza: una palabra que, para ella, está presente afuera, en el mundo, más no dentro suyo.
Casi a diario juega con los límites de aquello que fue prohibido por la madre, esta madre que tan generosamente la cargó y fue su sustrato por diez largos años.
Se observa, casi incapaz de creerse, como si buscara en los reflejos de las ventanas por las que pasa a esa que una vez fue la gestora de su nuevo cuerpo.
A veces quisiera regresar al jardín con chinas rosadas y sentarse al lado del árbol de cas a buscar insectos, pero prefiere no entregarse a la nostalgia.
Casi por magia, se mece en las nubes blancas y juega con los rayos y las tormentas que no cesan. Ha aprendido a disfrutar la lluvia y se sienta a empaparse, a veces con paciencia y otras con un enojo que no sabía llevaba alojado en el vientre.
Ella no sabe cuándo, pero con una certeza absurda sabe que la espera un horizonte dorado.
Se cuestiona si escribirse nueva es la manera, pero no sabe hacerlo de otra forma, y eso gusta, porque al menos no se esconde.
