Mi llegada al mundo, según me cuentan, quiso ser pospuesta.
Las palabras angustiadas de mi madre se perdían como susurros en medio del ruido de un sistema público de salud agotado.
Pero ella y su determinación lograron que, después de un buen rato, pudiera tumbarse en la cama de una sala de partos del San Juan.
Segundos después nací, dice ma: —Haciendo mala cara y llorando.
Mi madre y mi padre, clase trabajadora hasta el día de hoy, me dieron lo que pudieron.
Y lo que no, ya no lo recuerdo.
No recuerdo bien lo que quise y no pude tener.
De muchas maneras, era feliz jugando en el jardín, observando las flores, cantando, bailando, pintando…
Sí, muchas veces me faltó compañía, atención y cuidado.
Pero tenía mis canciones, mis cuentos, mis fantasías, mi templo erguido con peluches.
Lo que no hizo falta fue herencia, para bien, para mal, para todo.
Como hija suya, mi madre y mi padre me construyeron en el gusto por lo bello.
Mi padre me forjó en la paciencia, en la curiosidad, en el cine, el gusto por el baile y la música.
Mi madre, con un afilado cincel, me esculpió en la sensibilidad del espíritu, los buenos sabores, la risa desmedida y la alegría.
Ambos me educaron en el arte de mirar al otro,
y esa es su mejor herencia.
Ahora, que no están aquí, en lo único que puedo pensar
es en las lentejas de mi madre y las preguntas de mi padre.
Miro la foto del viaje a Sámara como un portal hacia el pasado,
porque es mi recordatorio del amor.
Luego, cuidadosamente, paso a la siguiente
y ahí estamos mi hermano y yo,
en el patio, con mis patines y su patineta.
La foto que sigue la veo borrosa,
pero es el retrato de una niña pequeña comiendo helado en San Rafael.
Se me nublan los ojos,
y lo que se desborda me llega a la boca y sabe a mar.
Ahí seguimos estando,
retratados, aparentemente funcionando,
aparentemente felices,
o al menos no solos.
